¿POR QUE HABLAR DE ESAS COSAS?
Dualidad
Cuando era niño, antes de entrar en el monasterio, en el templo del pueblo, algunos domingos de misa había un sacerdote que nos decía y repetía que todos éramos hijos de Dios, que todos éramos hermanos en Cristo. Por unos instantes, mirando la rosada tez del sacerdote, daba para creer que era posible esa fraternidad bondadosa de la que parecía tener conocimiento, y se sentía un poco la alegre confianza de que realmente era así como lo iba diciendo. Pero al salir a la calle y vivir la primera competencia por un pedazo de papa, o una vasija rota, uno entendía bien cuál era la distancia entre lo que uno escuchaba y lo que uno vivía. Después me tocó leer y entender cuál era el precio de ser hijo de Dios, y cuál era la condición de no ser más que un hombre, y fue entonces el terrible descubrimiento de esa feroz diferencia entre años y años de un discurso mentido, y un sólo minuto de atisbo de verdad. Comprendí entonces el peso de la educación, de la hipocresía, y, por ello mismo, el de la valentía más pura. Y, aunque en lo íntimo juzgué a aquel sacerdote, no pude ni siquiera verbalizar alguna condena. Lo mismo fue después, aunque quizá durante, con el amor. Pues, aunque había leído y vivido cientos de cosas referentes a esa palabra, descubrí con rara calma que jamás había sentido algo así. Y lo extraño es que no sentí otra cosa que pena, una pena tibia y lastimera, no por que yo no había experimentado tal maravilloso sentimiento (adecuándome al lenguaje que me rodea), sino porque pude comprobar que no hubo uno que lo hubiese sentido y seguido vivo (también adecuándome al lenguaje que me rodea). Fue entonces que dejé el primero de mis monasterios, y fue entonces, por supuesto, que te conocí.
Ser hijo de Dios, conocer el amor... tú que desnuda gritaste de locura haciendo de mi cuerpo un altar en el que entregabas desde tu inocencia hasta tu futuro, dime, quieta y simple, por qué hablar de esas cosas?