NOSTALGIA
Por Karin Gómez Artigas.
Hace 10 años, cuando estudiaba en la universidad, solíamos conversar con mis compañeros en la cafetería de la facultad. Fumábamos, tomábamos café y los temas giraban en torno al quehacer nacional o las materias que nos iban pasando en las asignaturas, sin embargo el tema que más entusiasmo nos causaba era recordar artistas y dibujos animados que estaban de moda en nuestra infancia. Hasta los más tímidos se animaban a contar sus preferencias, mientras que yo sobresalía con mi buena memoria para reconstruir hasta lo más mínimos detalles de los programas, animadores o hasta las canciones más olvidadas de telenovelas.
Nuestras conversaciones fueron el primer síntoma de algo que comenzó a manifestarse en la gente de mi generación; la nostalgia. Para mi sorpresa comenzaron a aparecer programas donde pasaban canciones de dibujos animados ochenteros, páginas web con breves reseñas y fotos, reflotaron artistas que nunca más sonaron en las radios y en la actualidad algunas discotecas dedican algunas noches especialmente a la música ochentera y noventera.
En medio de toda esa fiebre por el pasado, compre algunos capítulos de series de dibujos animados, pero verlos fue decepcionante ya que el doblaje era con acento español; las jotas, zetas y ¡venga! me desagradan horriblemente, así es que opte por regalarlos.
El tema central de este artículo nace cuando comienzo a coleccionar los capítulos de series animadas japonesas, que se adquieren por la compra de un ejemplar de las “Ultimas noticias”, más cierta cantidad de dinero. La primera entrega es “Dulce Candy”; la huérfana pecosa criada en el hogar de Pony, que sufre una y mil desventuras hasta alcanzar la felicidad. Mi hijo tiene 8 años, fanático de Bob Esponja y los Padrinos Mágicos, admirador de otros dibujos animados donde los protagonistas usan pearcing o tienen una mascota que es perro y gato a la vez.
Él en medio de sus juegos de Play Station (me declaro de la generación Atari, a morir, el mío era un 65 XE), me vio llegar con el volumen I y II de Candy, cayó en la cuenta que su madre pasaba horas y horas viendo, riendo, llorando y cantando con un dibujo animado. Preguntó que era, y pronto estaba a mi lado comiéndose las uñas, temiendo que el rubio amor de la protagonista, Anthony Andrew se cayera del caballo.Para comprender el tema medular, es necesario explicar que toda la vida fui una persona alegre, optimista, cada mañana me despertaba feliz porque era un nuevo día para hacer cosas bellas y aprender. Derrochaba sonrisas, tanto que algunas personas se acercaban a mí sólo para sentirse más contentos. Siempre creí que iba a ser así, pero con el correr de los años algunas cosas han ido mermando mi capacidad de sonreír, cada vez me cuesta más ver las mañanas como nuevas oportunidades para aprender y enmendar lo errado y ya no tengo energía para jugar y saltar como antaño.
Muchas veces me pregunté por qué la mayoría de los adultos eran personas serias y amargadas, que no se daban el tiempo de jugar o de disfrutar de las cosas simples. Incluso, hace un tiempo atrás, en un reality participaba una chica que todo el día estaba alegre y no se achacaba cuando se burlaban de ella o le decían algo pesado. Mucha gente decía que era una tarada por andar riendo con tanto optimismo, y peor aún, sin razón, (debo reconocer que también me incliné a pensar eso).Estos días viendo Dulce Candy, me reencontré con mi niñez, con las tardes de invierno tomando leche con frutilla y comiendo pan con mantequilla, abrigada disfrutando de mi serie de dibujos animados favorita, feliz e inocente porque no sabía que con el tiempo uno crecía y los seres queridos se iban.Al ver Candy, se desprende que es una llorona, deja que todos le pongan el pie encima, no exige venganzas y perdona a los que la ofenden y le hacen la vida imposible. A pesar de ser huérfana y de ser traicionada por su mejor amiga, perdona todo, incluso a su injusto destino, y no se anda victimizando. Despierta cada día sonriendo, no se queja por nada, disfruta con las flores y los atardeceres, sentada en el pasto evocando sus recuerdos felices.En estos tiempos uno puede creer que Candy y la chica del reality son unas pelotudas, pero sinceramente sentí que me reencontré con mi esencia, esa que se fui perdiendo con el correr de los años y los tropiezos. Vi las cosas clarísimas; no es que deba andar arriba de los árboles (¿Y por qué no?), ni dejar que todos me pongan el pie encima, pero sí, ser optimista y alegre, disfrutar de las cosas simples y por sobre todo, ser solidaria, profundamente solidaria, tanto o más que Candy, porque si los dibujos animados actuales recalcaran eso todo el tiempo y lo enseñaran en los textos escolares, estoy segura nuestra sociedad sería inmensamente más humana y feliz.
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