Miradas
Sintiéndote saliva aquí,
en el lado amable de la espuma,
te coloco el vigésimo beso.
¿Con qué moneda podría pagar esta ilusión
de revivirte en la brisa de un instante?
Mirabas siempre hacia mi rostro
como si allí habitare tu mar.
Creabas de esta manera un movimiento de olas
acompañada de tus manos de gaviotas.
Tu mirada eran estrellas casadas
con displays de palomar.
Nos unía el martirologio que da al amor la soledad.
De forma semidormida,
aún hace temblar entre mis dedos
ese "te quiero",
pero todo fue un mañana,
algo escrito en el fugaz espejo de la suerte.
Cada noche lo nuestro palpita dentro mí
porque una sonrisa inesperada
o un anuncio puede hacerlo salir.
Pero cuando quiero hablarte
ya han desaparecido las mil y una noches de tus ojos.
Enmudecemos al saber
de lo que de nosotros ignorábamos,
totalmente si entre las claridades
de la vida hubiera un invisible derecho a no saber.
Ahora, el techo custodia nuestros sueños
mientras aquí las nubes bañan estrellas.
¿A qué viniste?
¿Quién eres, si sólo eres un gusto a jazmín
en el agujero negro de mí luna?
Ha ardido tu cuerpo en mi interior,
lo de afuera llegó demasiado tarde a lo de adentro.
Estoy llorando.
La lluvia es esa: una guitarra: dragón
que se hace círculo: revivir los instantes
de tus adioses impacientes:
mirabas siempre hacia mi rostro
como si allí habitare tu mar.
Ya verde y azul de mi alrededor
se secan en voz sombría,
cuan no ronca clamando la piel rosa
de una noche rosa que en rosa dejamos pendiente.
Hojas de periódicos en ventolera,
latas vacías por catafalcos de arena,
una luna que quiere dormir arropada
con folios siniestros,
otro sueño más que se hunde entre mis ojos.
Todas las mañanas cerraba la puerta
suavemente y me acompañas por dentro.
Fuiste música, estuviste tus ochocientos años
esperándome en silenciosa estación.
Mañana, sobre las hojas de aquella palmera,
cuervos celosos te dirán nuestro mañana sin acertar.
En bandolera te coloco el centésimo beso.
Salgo de mí, dentro de mi boca tienes vocecillas.
Mirabas siempre hacia mi rostro
como si allí habitare tu mar.
Amaba tanto el sendero de tu voz,
la señal de peligro de tus repeticiones.
Esta noche, entre los dientes y arenillas de este sol negro,
poco nos une ya: sólo el temblor de tu nombre
en esta playa abandonada al viento
con aquellas lucecillas a ultramar.
Jesús Soriano-España
Sintiéndote saliva aquí,
en el lado amable de la espuma,
te coloco el vigésimo beso.
¿Con qué moneda podría pagar esta ilusión
de revivirte en la brisa de un instante?
Mirabas siempre hacia mi rostro
como si allí habitare tu mar.
Creabas de esta manera un movimiento de olas
acompañada de tus manos de gaviotas.
Tu mirada eran estrellas casadas
con displays de palomar.
Nos unía el martirologio que da al amor la soledad.
De forma semidormida,
aún hace temblar entre mis dedos
ese "te quiero",
pero todo fue un mañana,
algo escrito en el fugaz espejo de la suerte.
Cada noche lo nuestro palpita dentro mí
porque una sonrisa inesperada
o un anuncio puede hacerlo salir.
Pero cuando quiero hablarte
ya han desaparecido las mil y una noches de tus ojos.
Enmudecemos al saber
de lo que de nosotros ignorábamos,
totalmente si entre las claridades
de la vida hubiera un invisible derecho a no saber.
Ahora, el techo custodia nuestros sueños
mientras aquí las nubes bañan estrellas.
¿A qué viniste?
¿Quién eres, si sólo eres un gusto a jazmín
en el agujero negro de mí luna?
Ha ardido tu cuerpo en mi interior,
lo de afuera llegó demasiado tarde a lo de adentro.
Estoy llorando.
La lluvia es esa: una guitarra: dragón
que se hace círculo: revivir los instantes
de tus adioses impacientes:
mirabas siempre hacia mi rostro
como si allí habitare tu mar.
Ya verde y azul de mi alrededor
se secan en voz sombría,
cuan no ronca clamando la piel rosa
de una noche rosa que en rosa dejamos pendiente.
Hojas de periódicos en ventolera,
latas vacías por catafalcos de arena,
una luna que quiere dormir arropada
con folios siniestros,
otro sueño más que se hunde entre mis ojos.
Todas las mañanas cerraba la puerta
suavemente y me acompañas por dentro.
Fuiste música, estuviste tus ochocientos años
esperándome en silenciosa estación.
Mañana, sobre las hojas de aquella palmera,
cuervos celosos te dirán nuestro mañana sin acertar.
En bandolera te coloco el centésimo beso.
Salgo de mí, dentro de mi boca tienes vocecillas.
Mirabas siempre hacia mi rostro
como si allí habitare tu mar.
Amaba tanto el sendero de tu voz,
la señal de peligro de tus repeticiones.
Esta noche, entre los dientes y arenillas de este sol negro,
poco nos une ya: sólo el temblor de tu nombre
en esta playa abandonada al viento
con aquellas lucecillas a ultramar.
Jesús Soriano-España